Menu Close
Ballena de aleta asesinada por Japón en 2025

Un costo invisibilizado: Cómo la caza de ballenas de Japón amenaza la salud del océano y la seguridad alimentaria

Elsa Cabrera, directora ejecutiva, Centro de Conservación Cetacea

A inicios de diciembre de 2025, la nave ballenera japonesa Kangei Maru regresó al puerto de Shimonoseki después de matar cerca de 300 ballenas, incluidas 60 ballenas de aleta (Balaenoptera physalus) la segunda especie de mayor tamaño después de la ballena azul, y que se encuentra clasificada como Vulnerable por la UICN debido a que no se ha podido recuperar de los impactos negativos generados por la caza comercial de ballenas.

La noticia es preocupante porque las ballenas de aleta son mucho más que una especie que ha logrado sobrevivir la irracional matanza de la industria ballenera. Sus enormes cuerpos las convierten en excepcionales bioingenieras que remueven dióxido de carbono (CO2) de la atmósfera y entregan nutrientes esenciales para la productividad del océano.

Por ello, la reanudación de la caza comercial de esta especie por parte de Japón en el Pacífico Norte a partir de 2024  – tras abandonar la Comisión Ballenera Internacional (CBI) en 2019  – es una preocupante amenaza ecológica y socioeconómica. Esto porque la captura de cada uno de estos gigantescos mamíferos marinos representa la eliminación permanente de individuos que son esenciales para el funcionamiento del ecosistema marino, debilitando la productividad primaria y poniendo en riesgo los sistemas alimentarios de los cuales dependen miles de millones de personas en el mundo.

Como bioingenieras, las ballenas de aleta realizan tres procesos interconectados. El primero, conocido como bomba de ballenas (whale pump) es el medio por el cual estos gentiles gigantes marinos consumen kril y pequeños peces en las profundidades marinas para luego salir a respirar aire en la superficie, donde además, defecan. Estas plumas fecales, que son riquísimas en nutrientes, actúan como bombas de fertilización, aportando cantidades excepcionales de nutrientes que son escasos en las aguas oceánicas, como el hierro y el nitrógeno. Al transportar verticalmente estos nutrientes desde las profundidades – donde se alimentan – hacia las aguas superficiales – donde respiran y defecan – las ballenas realizan el rol vital de fertilizarlas, promoviendo el florecimiento de micro algas conocidas como fitoplancton, que pesar de ser pequeñas, conforman la base de toda la red alimentaria marina.

El segundo proceso crítico, que a menudo se pasa por alto, se conoce como la la cinta transportadora de ballenas (whale conveyor belt), y está ligado a su orina. A diferencia de la bomba de ballenas, que es vertical y se localiza en las áreas de alimentación, la cinta transportadora opera a escala global cuando estos grandes cetáceos migran. En el caso de las ballenas de aleta, esta especie viaja miles de kilómetros desde las aguas polares donde se alimentan hasta las zonas tropicales donde se reproducen. A lo largo de este viaje, excretan grandes volúmenes de residuos líquidos en el agua, como urea y otros compuestos nitrogenados disueltos. Este proceso actúa como un enorme sistema móvil de distribución de nutrientes que alimenta a las comunidades de fitoplancton a lo largo de las rutas migratorias, así como en las aguas tropicales y subtropicales donde los nutrientes son escasos. De este modo, las ballenas actúan como verdaderas jardineras de los mares, conectando ecosistemas oceánicos dispares y sembrando vida en todas las cuencas oceánicas.

Y el tercer factor clave de este proceso tiene dos componentes que se conocen como la bomba biológica de carbono y  la caída de ballenas (whale fall). Las ballenas acumulan decenas de toneladas de dióxido de carbono en sus cuerpos a lo largo de sus vidas. Cuando mueren por causas naturales, sus restos suelen precipitarse al suelo marino durante el proceso de descomposición, llevándose consigo todo el CO2 acumulado a lo largo de su vida. Este gas, responsable de la actual crisis climática, queda atrapado en las profundidades marinas por cientos, e incluso, miles de años. Además, la caída de cada ballena al fondo marino crea un ecosistema complejo y localizado que proporciona una gran cantidad de nutrientes a una serie de organismos especializados durante décadas, promoviendo y manteniendo la biodiversidad marina. Cada arpón que termina con la vida una ballena también acaba con este ciclo natural clave para la vida y salud oceánica.

Las justificaciones brindadas por la industria ballenera y el gobierno de Japón para continuar con estas matanzas, como el uso sustentable de los recursos marinos y las tradiciones culturales, quedan fatalmente expuestas como erróneas cuando se enfrenta esta indiscutible realidad biológica. La evidencia científica demuestra claramente que el aporte de las ballenas al funcionamiento del ecosistema supera con creces el valor económico de su carne y otros productos generados por la caza comercial. Al matar ballenas, Japón no está extrayendo de manera sostenible un recurso marino. Está desmantelando la estructura misma que hace al océano productivo. Cada ballena removida por Japón del océano representa menos nutrientes para fertilizar las aguas oceánicas y más CO2 en la atmósfera. La pérdida acumulativa de los aportes de las ballenas vivas al funcionamiento del ecosistema socavará directamente la base biológica de las pesquerías de las cuales depende Japón y demás naciones del mundo.

La relación entre esta pérdida y la seguridad alimentaria global es tan directa como urgente. La productividad marina, impulsada por el fitoplancton, es el motor que sostiene a todas las pesquerías en el mundo. Más de tres mil millones de personas dependen de la pesca como su principal fuente de proteína animal, y la estabilidad socioeconómica de millones de comunidades costeras se encuentra íntimamente ligada a operaciones pesqueras. Gracias a la investigación científica no letal de ballenas, hoy la ciencia ha demostrado que la salud de las poblaciones de peces depende directamente de una productividad marina primaria robusta y global. Al diezmar especies clave que mejoran esa productividad, Japón está destruyendo el capital ecológico del océano, al reducir su capacidad a largo plazo de producir y mantener poblaciones saludables de peces.

Esta amenaza empeora la presión ya existente sobre el sistema de productividad marina. Por una parte, la crisis climática está aumentando la temperatura del océano y acidificando sus aguas, afectando poblaciones de peces y produciendo cambios en su disponibilidad y distribución. Por otra, la sobre explotación pesquera tiene a la mayoría de las especies comerciales de peces al borde del colapso. En este contexto, la matanza deliberada de especies que son fundamentales para la fertilizar las aguas oceánicas, no sólo es peligrosamente miope, sino que debería ser catalogado como un acto criminal. Como un ecocidio. Esto, porque la disminución de la productividad primaria marina tiene un efecto dominó sobre toda la red trófica. A menor cantidad de nutrientes como el hierro y el nitrógeno entregado por las ballenas, habrá menos fitoplancton para alimentar especies de zooplancton (animales microscópicos) que son vitales para mantener poblaciones saludables de peces, incluyendo especies comerciales para el consumo humano. La erosión de la base de esta red alimentaria tiene graves consecuencias, desestabilizando la pesca, aumentando la volatilidad de las capturas y amenazando la seguridad alimentaria y económica de las comunidades costeras de todo el mundo, desde el sudeste asiático hasta África occidental y Latinoamérica.

Contrariamente a lo que argumenta Japón, la protección de las ballenas – y en este caso en particular de las ballenas de aleta – es una poderosa solución basada en la naturaleza para mejorar la resiliencia marina y resguardar la seguridad alimentaria. Como ya sabemos, las poblaciones robustas de ballenas  actúan como verdaderos sistemas de fertilización en movimiento. La bomba de las ballenas recicla nutrientes localmente en las zonas de alimentación, la cinta transportadora los distribuye a lo largo de las rutas migratorias para fertilizar las aguas oceánicas y los caídas de ballenas secuestran CO2 y nutren especies en las profundidades marinas. Exigir el respeto íntegro a la moratoria sobre la caza comercial de ballenas, incluso de aquellas naciones que no forman parte de la CBI, no es una acción sentimentalista y carente de fundamentos científicos como suelen describirla los representantes del gobierno de Japón. En cambio es una inversión en la productividad del océano y una estrategia para sustentar todas sus formas de vida.

Enmarcar este debate como una confrontación entre los valores culturales de Oriente y Occidente, tal como sugiere Japón, no solo implicaría ignorar la importancia de conservar los bienes comunes globales de alta mar. También serviría para desmantelar progresivamente la red mundial de distribución de nutrientes que sostienen las ballenas. Una red crítica e irremplazable para garantizar la seguridad alimentaria y la supervivencia de miles de millones de personas, cuyo bienestar depende del buen funcionamiento de los ecosistemas marinos.