¿Alguna vez se ha preguntado por qué Estados no costeros como Mali, Mongolia y Laos, que no tienen ninguna tradición ballenera, son miembros de la Comisión Ballenera Internacional (CBI)? De acuerdo a Jun Morikawa, el gobierno japonés auspicia la membrecía de naciones en desarrollo a la CBI con el fin de aumentar el apoyo de este organismo internacional a las iniciativas pro-balleneras de la nación asiática. Sin embargo, la compra de votos, poco ha hecho a la imagen de Japón.
La ballenería se ha convertido en la letra escarlata de la diplomacia japonesa, generando un daño significativo a la imagen internacional del país mientras aliena a varios de sus aliados más cercanos. Ninguna otra política gubernamental provoca tal nivel de oprobio internacional, y resulta enigmante por qué el gobierno arponea sus propias credenciales verdes y socava los intereses nacionales sobre un tema marginal que hace bastante tiempo dejó de ser de interés para la mayoría del pueblo japonés. Desde 1986, Japón ha matado más de 12,000 ballenas en nombre de su programa ballenero de investigación.
Morikawa explica la política ballenera y cómo una elite burocrática sostiene una industria que se mantiene aislada de las preocupaciones ambientales globales y lo que él llama el “silencio mayoritario” de Japón. La ballenería, argumenta Morikawa, es en parte presupuestos económicos y poder discrecional, pero más aun, es sobre la creación de amakudari (ventajas de burócratas en retiro). El Ministerio de Agricultura, Bosques y Pesca (MAFF por sus siglas en inglés) cultiva un activo lobby en el parlamento japonés para asegurar la continuación de apropiaciones. Desde antes de la moratoria sobre la caza comercial de ballenas de 1986, la industria ballenera ha dependido de subsidios gubernamentales. Como también lo hace el Instituto de Investigación de Cetáceos de Japón (ICR por sus siglas en inglés), la organización responsable de conducir los programas de “investigación” balleneros, que también está involucrada en estrategias de marketing y relaciones públicas mientras establece redes internacionales pro-balleneras.
El autor considera que la batalla sobre la ballenería se ha vuelto más virulenta principalmente porque Japón se ha convertido en el promotor más beligerante de la reanudación de la caza comercial de ballenas. Las tensiones también han aumentado sobre el acoso a la flota ballenera japonesa de parte de eco-activistas determinados a interrumpir la cacería anual de ballenas. Irónicamente, Morikawa argumenta que las tácticas confrontacionales de Sea Shepherd han permitido al gobierno de Japón aumentar el apoyo doméstico al programa de caza que anteriormente generaba poco entusiasmo entre el pueblo japonés.
Mientras actualmente se discute un compromiso que involucraría permitir a Japón realizar operaciones de caza costera de ballenas, la preocupación de parte del gobierno japonés de hacer concesiones sobre la ballenería en aguas distantes es que éste sea el primer paso hacia mayores restricciones para los intereses globales de la industria pesquera nipona. Los recientes esfuerzos para limitar las capturas del devastado atún rojo han activado las campañas de alarma en Japón, las cuales no presagian un buen acuerdo ballenero.
¿Cómo es que la ballenería se ha convertido en un talismán de la identidad japonesa y piedra angular de nacionalismo? Morikawa se explaya en derrumbar algunos de los mitos frecuentemente utilizados para justificar la industria ballenera. Los promotores de la industria ballenera argumentan que esta actividad y el consumo de carne de ballena están profundamente arraigados en las tradiciones japonesas, y aseveran que los activistas anti-balleneros son culpables de imperialismo cultural. Morikawa aclara que la ballenería moderna se parece muy poco a la caza de subsistencia en pequeña escala que, hasta inicios del siglo XX, estaba limitada a ciertas regiones costeras de Japón.
La cultura del consumo de carne de ballena en Japón también era muy limitada y, de acuerdo a Morikawa, es “una tradición inventada que sólo duró 20 años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta inicios de 1960”. Durante la ocupación norteamericana, la carne de ballena se convirtió en parte integral del programa escolar de alimentación, explicando el por qué la generación nacida en esa época evidencia un nacionalismo nostálgico sobre el tema.
El autor llama la atención sobre la campaña publicitaria orquestada por el ICR que está orientada a convencer al público japonés que la ballenería forma parte de su identidad nacional. El ICR también trata de promover el consumo de ballenas, pero con pocos resultados. El mayor problema de los promotores de la ballenería es que los consumidores japoneses ni siquiera compran la carne fuertemente subsidiada por el gobierno japonés; un tercio de la carne obtenida a través de los “programas científicos” no se vende por falta de demanda. Esto significa que los procedimientos para vender la carne no cubren el valor económico asociado a las operaciones balleneras.
Resulta costoso, tanto financiera como en términos de relaciones públicas, mantener crecientes reservas de carne de ballena que nadie quiere consumir. Desesperados por aumentar el consumo, el ICR y el MAFF están detrás de los esfuerzos para reintroducir la carne de ballena en los programas de alimentación escolar de toda la nación japonesa, colocando a los niños en riesgo al servir productos saturados de toxinas que son peligrosas para la salud humana. De acuerdo a la visión de Morikawa, los medios de comunicación japonesa, a excepción del Japan Times, han hecho poco para educar al público acerca de los problemas de la ballenería y los peligros de consumir carne de ballena, esencialmente siguiendo la línea del ICR. Sólo podemos esperar que este proceso no genere un nuevo Minamata.
Ver artículo en inglés en: The Japan Times