La tranquila ciudad costera de Portoroz, en Eslovenia, es un escenario inusual para el despliegue de una de las más esperadas batallas del calendario internacional medioambiental: la reunión bianual de la Comisión Ballenera Internacional, el organismo define el destino de grandes y pequeños cetáceos.
Me explicaré, pero antes me tomaré un minuto de silencio en mi homenaje: cumplo exactamente treinta años que asisto a esta extraña bufonada, algo que no recomiendo a nadie que busque mantener la cordura. Además, llueve en Portoroz. Sígueme, porque la historia es compleja, pero interesante.
Creada en 1946 como un club compuesto exclusivamente por países balleneros preocupados por la repartición irresponsable del millonario botín obtenido a través de la mayor masacre de grandes ballenas, no pasó mucho tiempo hasta que la sociedad tomó conciencia que la caza de ballenas no era una actividad sostenible. Muy por el contrario, la combinación de la baja tasa reproductiva de las ballenas y una verdadera “explotación minera” de estos mamíferos marinos por parte de los países balleneros, casi llevó a la extinción a la mayoría de las grandes especies de cetáceos.
A pesar que no existían herramientas de comunicación inmediata, la década de los setenta vio el nacimiento de una campaña global para poner fin a este verdadero ecocidio. En ese entonces, naciones que fueron históricamente balleneras en los siglos XVIII y XIX – Inglaterra, Estados Unidos, Francia – habían abandonado esta práctica hace mucho tiempo, no tanto por sabiduría… sino por falta de ballenas. La destrucción sistemática de las ballenas erosionó las ganancias de esta mortífera industria hasta el punto que ad portas de la Segunda Guerra Mundial quedaba poco de aquel océano que alguna vez albergó inmensas poblaciones de ballenas azules, jorobadas y cachalotes, entre otros.
De los militares norteamericanos de la Segunda Guerra se puede decir pocas cosas buenas. Tomemos al general MacArthur, virrey virtual del Japón que tras el bombardeo de Hiroshima, tomó la decisión de entrar en los anales de las grandes absurdidades de la humanidad: consolidó la ballenería pelágica japonesa en Antártica para proveer de proteína barata al destruido pueblo japonés. Los japoneses, habiendo ya diezmado sus poblaciones locales de ballenas, la idea fue rápidamente implementada, convirtiendo en pocas décadas a Japón en uno de los mayores asesinos de estos grandes cetáceos en el planeta. Las pocas poblaciones y especies comenzaron a ser perseguidas feroz, voraz y sistemáticamente por los japoneses, así como por las flotas balleneras de la Unión Soviética.
Además de las miles de ballenas sacrificadas “oficialmente” según los registros CBI, existen evidencias que ambos países alteraron los registros de caza para encubrir la matanza de especies protegidas, la violación de las cuotas asignadas y áreas protegidas así como otros “pequeños deslices” que nunca recibieron ningún castigo por la Comisión, la cual nunca ha tenido facultades para controlar o castigar las infracciones cometidas por sus miembros.
La ola de indignación contra este asesinato golpeó a los balleneros en su totalidad. En los años setenta, países en ese entonces “serios” como Estados Unidos, Australia y otros, cerraron sus operaciones balleneras comerciales. Otros menos preocupados como Brasil, Perú y Chile mantuvieron la caza de ballenas mediante estaciones satelitales de Japón en sus países, que fueron detenidas por el levantamiento de la sociedad civil en los ochenta.
Uno a uno los países latinos comenzaron a adherir a la tesis que las ballenas valen más vivas que muertas, generando empleos e ingresos para la observación turística de estas especies. Gracias a la moratoria global sobre la caza comercial de ballenas adoptada por la Comisión y aplicada desde 1986, las poblaciones de ballenas se han ido recuperando muy lentamente pero sin pausa. Tal fue el éxito de las gestiones realizadas por un pequeño grupo de ONG y gobiernos de la región en fortalecer el avistaje de ballenas como herramienta de desarrollo social, que los países latinoamericanos miembro de la CBI son hoy una fuerza política vital para la defensa de la vida de las ballenas, conocido como Grupo Buenos Aires.
Como complemento a la moratoria, en 1994 la CBI aprobó la creación de un santuario de ballenas en el Océano Austral, que abarca todas las aguas de la Antártica, donde se encuentran la mayoría de las áreas de alimentación de un gran numero de especies de grandes cetáceos. Esto, combinado con la protección legal de áreas de apareamiento localizadas en aguas jurisdiccionales de varios países de la región – asegurarían el proceso de recuperación de estas especies.
Pero resulta que, como bien sabemos, el asesinato de ballenas no se detuvo del todo. Japón – cuya agencia de pesca es un notorio hoyo de corrupción capaz de poner en peligro la gestión política de pequeños países mediante la compra de sus votos en la CBI – desde hace años ha recurrido a un artículo de la Convención que data de 1946. Esto con el fin de llevar a cabo “caza científica” – a escala comercial – de ballenas que terminan comercializadas como carne y grasa y no como publicaciones reconocidas por la comunidad científica internacional. Y lo peor es que la mayoría de estas matanzas provienen del Santuario de Ballenas del Océano Austral, donde están legalmente protegidas de todo tipo de capturas.
Noruega e Islandia respectivamente, mantienen una “objeción” y una “reserva” a la moratoria, verdaderas aberraciones de la realpolitik que permiten a esos países quedar inmunes de las decisiones de la Comisión. Para espesar el caldo, Estados Unidos, Rusia y Groenlandia/Dinamarca, además de San Vicente y las Granadinas en el Caribe, mantienen capturas autorizadas de caza aborigen bajo la Convención. Si bien en 1946 las comunidades nativas del Círculo Polar Ártico requerían esta fuente de alimento, actualmente están integradas a poblaciones modernas. Quizás por eso en Dinamarca la carne obtenida se comercializada en supermercados y restaurantes turísticos en Copenhague.
Sin embargo este año la decisión de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, puso fin a las atrocidades japonesas al declarar ilegal la “caza científica” de Japón en Antártica. Uno esperaría que los países pro-conservación presentes aquí en Portoroz – que además de Latinoamérica, supuestamente incluye a la Unión Europea, los Estados Unidos, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda, – aprovecharían el enorme peso jurídico y político del dictamen en esta reunión para fortalecer medidas de conservación y hacer la vida imposible a los balleneros más recalcitrantes.
Pero resulta que a pesar que Groenlandia está expandiendo de forma ilegal su asesinato pseudo aborigen de ballenas – incluyendo de ballenas jorobadas que se utilizan para el turismo de observación en la República Dominicana y otros países – la falsamente “conservacionista” Unión Europea está a punto de aprobar formalmente esta caza comercial disfrazada. Para asegurar la adopción de semejante aberración, la representante de medio ambiente de la Comisión Europea camina de un lado a otro por los pasillos donde se reúnen los países previó al inicio de plenarias, imponiendo el terror a los delegados europeos para que no se animen a votar en favor de la conservación de las ballenas. Todo esto con el entusiasta apoyo de los Estados Unidos.
En el hemisferio sur la situación no es mejor. Los gobiernos de derecha de Nueva Zelanda y, ahora por desgracia, de Australia impulsarán impetuosamente que la Comisión adopte “reglas” para evaluar los futuros programas de “caza científica” de Japón, sin mencionar la obvia necesidad de prohibir definitivamente estas dañinas matanzas en áreas protegidas, como son santuarios los santuarios de la CBI. Todo esto, por supuesto que también con el apoyo incondicional de los Estados Unidos.
A pesar de estas absurdas adversidades, el Grupo Buenos Aires se mantiene firme en la defensa de las ballenas contra esta pandilla de falsos moralistas que vienen aquí hacer diplomacia meramente ornamental, mientras que negocian acuerdos comerciales con Japón y acceso a los recursos minerales de Dinamarca en el Ártico.
La pregunta es entonces, ¿hasta cuándo los países latinos resistirán la presión? ¿vale la pena que nuestros países den prestigio y dinero a esta Comisión anacrónica, descompuesta por la nefasta influencia japonesa, prácticamente con cero capacidad para hacer cumplir sus decisiones y con crecientes reveses para los intereses de nuestra región? Quizás es hora de crear un organismo regional para la conservación de los cetáceos.
Por José Truda Palazzo Jr., ex comisionado de Brasil ante la CBI y director del Centro de Conservación Cetacea Brasil